Hubo un par de cosas claras después del discurso inaugural de Mauricio Macri. Primero, que le basta enumerar datos de la “realidad real” para justificar un comienzo complicado de gestión; segundo, que el menú de ofertas de soluciones es acotado y gradual.
Datos de la pobreza estructural argentina (30 por ciento), de la inflación de la última década (700 por ciento), convalidados desde instituciones tan variadas como la Iglesia Católica y las consultoras económicas más liberales, pasando por el sindicalismo autóctono, fueron enumerados con prolija delectación. Es lógico: fundamentan, por sí solos, una línea de acción para el gobierno, un cúmulo de objetivos basados en los desaciertos anteriores.
Pero esa misma magnitud aterradora, reduce después el impacto de los anuncios acerca de las medidas a tomar. Por ejemplo: ¿servirá para incentivar el consumo y reducir la inflación quitar el IVA a la canasta básica, cuando al mismo tiempo se incrementan las tarifas de los servicios públicos? ¿Servirá mantener precios criollos para los combustibles, cuando en todo el mundo se benefician con la caída en los precios del petróleo para abaratar productos y aumentar ventas en sus propios mercados?
Al cabo de una hora de discurso, el Presidente ha marcado la dualidad de la situación actual, y su reflejo en su propio gobierno. Como un actor que se convence a sí mismo mirándose al espejo, Macri se ha sincerado usando el pasado. No ha quitado el velo sobre el misterio del futuro, algo que tal vez sea imposible.
En concreto, su discurso no ha hecho más que reafirmar un momento de transición, donde pocos están tranquilos, y en el que la fe no mueve montañas, sino que sólo las descubre.